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Hubo un tiempo, contaría a mis hijos, en que los roles asignados a hombres y mujeres se ajustaban a la circunscripción de las mujeres a lo privado y los hombres a lo público.

La mujer, en casa y con la pata quebrada. El hombre, valiente en la guerra y un huno en su profesión. Una putada para todos, FU.

Esta situación impuesta cambió. Sobre todo después de las dos grandes guerras, que obligaron, por falta de mano de obra, a remodelar aunque fuera coyunturalmente el reparto. Esas estructuras eran aceptadas por los hombres, pero también por la mayoría de mujeres. ¿Culpables? ¿Víctimas? Pasaré kilos de esos términos porque nunca conduce a nada más que a alzarnos la voz.

Hoy, las mujeres como tú hija mía, están adscritas al mercado laboral. Y muchas facetas de lo doméstico atañen a los varones como tú, mi niño. En menos de cien años la distribución de los roles ha cambiado más de lo que lo hizo durante siglos de historia. Y el retrato todavía anda definiéndose porque supone cambios muy profundos en toda la morfología del entramado social.

Ahí andamos todos, hasta vuestros padres con lo listos que os parecen. Tratando de saber qué narices se espera de nosotros, cómo relacionarnos con el otro y qué discurso enarbolar. Y digo yo: con mis agujas de calceta, ¿podré tejer el nuevo patrón?

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