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Los hábitos nocivos no son tan negativos si la mente los vive con placer, felicidad y en compañía. Se trata de valorar las correspondencias entre el cuerpo y la mente.

Sostenía con aplomo Leonor Watling, no hace mucho, que su mayor secreto para sentirse bien es cuidar más lo que lee que lo que come. Me encantó. Porque en las ofensivamente llamadas “revistas femeninas”, las páginas de cultura ocupan un espacio pírrico frente al despliegue de la dieta del momento. Y porque “necesitamos el pan pero también las rosas”. Porque la consigna del ser lo que comemos es cierta, pero conviene festonearla de ribetes.

También somos nuestra actitud ante la comida, el tiempo que le dedicamos, si la acompañamos de sobremesa o engullimos un antiácido y pitando al cubículo oficinil. Si comemos solos o compartimos las viandas entre risas y despreocupación, que buena falta nos hace. No hay como la loable liviandad para asimilar lo que se nos hace bola. Ser feliz es un truco…

Hasta los vicios claramente censurados por el consenso médico, como la alimentación cargada de grasas saturadas, el consumo de alcohol, tabaco, o dios sabe qué otros peligrosos aditamentos de uso, ay, tan lúdico, parecen encontrar cierto salvoconducto según la manera de vivir del consumidor. Para establecer una relación causa-efecto con amplitud de miras y muchos detalles, hay que coger la cámara panorámica. Y la ciencia lo sabe.

Que no sólo es lo que pones en el tenedor, sino la miríada de factores que acompañan al bolo alimenticio, mucho menos solitario de lo que parece.

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La de Lissa Rankin es una de esas voces médicas que confirman la sabiduría intuitiva. En su libro “Mind over medicine, Science proof that you can heal yourself”, abunda en la importancia del estilo de vida sobre el manido combate entre el vegetal y la carnaza basándose en el ejemplo de la comunidad italiana que se estableció en Roseto (Pensilvania).

Nuestros vecinos mediterráneos hacían gala de su despreocupado arte de vivir comiendo albóndigas fritas en panceta, fumando como chimeneas, bebiendo como cosacos y abusando de harinas refinadas como si no hubieran oído hablar de la ortorexia. Angelitos: no habían oído y por lo tanto no sentían culpabilidad alguna por no adherirse a sus postulados de hábitos nocivos sin bendecir.

Para pasmo de los médicos, este irreductible clan padecía la mitad de accidentes cardiovasculares que el promedio nacional. Y no era por la briosa sangre latina, el cambio de aires o porque filtraran el agua. La investigación arrojó luz sobre una costumbre más personal: la vida arraigada en los lazos familiares, las cenas para varios comensales y el sentido de la fiesta. No sentirse solos. Inasible dato, difícil de meter en una probeta que, sin embargo, se apunta como un factor más grave que fumar o no hacer 20 minutos de ejercicio al día. ¿Hábitos nocivos? ¡Fiesta!

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La doctora Rankin añade otra clase de run-runes que contribuyen al avance de la enfermedad, como el estrés del trabajo, la angustia económica, la depresión, la ansiedad… Alguien muy lejos de ser Gwyneth Paltrow y con el Instagram lleno de sonrientes fotos de viajes, de su pareja, hijos, amigos o mascotas, puede mantenerse más saludable que un espartano yogui que se mantiene de macrobiótica y detesta otros aspectos de su vida.

No es una apología del veneno ni una invitación a darse a todos los vicios, sino una llamada a ampliar la panóptica de la salud. El hábito nocivo no es tan insidioso si se llega a él con alegría, ganas de divertirse y desfogarse un poco.  Se trata de valorar las correspondencias entre el cuerpo y la mente. La relación más indisoluble de nuestra vida.

Pásalo bien y tacha de la lista los hábitos nocivos que te diviertan mucho muchísimo.