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Jetcost nos regala una simpática lista sobre los olvidos más memorables. Esas queridas pertenencias que nunca quisimos abandonar a su suerte en un desangelado hotel, nido de un día, pero se colaron por algún pliegue espaciotemporal y fueron presa de la estadística. Y de su agridulce reflejo.

La lista, a la altura en abizarrada humanidad del Oliver Sacks de “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, supone un compendio de abochornantes insoliteces, intimidades de recoveco –ehem-, ortopedias de todo tipo e incluso ¡otros seres humanos!

“Es tan corto el amor y tan largo el olvido, se lamentaba Neruda. Pasen y descubran las maravillas que esconde esta sala de objetos perdidos. No se sorprendan si se descubren musitando con voz temblorosa… ROSEBUD.

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Habría que inventar un gradiente de olvido de la propia identidad. Digamos que no es tan personal dejarse el cargador del móvil o un amoroso peluche, aunque no se pueda dormir sin abrazarle muy fuerte, que un ojo de cristal, una pierna ortopédica, un set de cacharritos sexuales o una muñeca hinchable (hinchada)

Ay, y luego la llamada del personal del hotel que hace que se agolpe la sangre en las mejillas con violencia. Ese desmayo del corazón cuando una dama o caballero constatan que se han dejado el vestido de novia, el anillo de compromiso antes de la boda. O la espada Yakuza japonesa, encontrada en un hotel de Estambul. A veces uno se pone la zancadilla en los momentos más insospechados. Freud no habría tenido ni para empezar a mesarse la barba con estos desatinos.

Quizá se las viera en un brete más delicado ante la pareja que olvidó a su bebé de 18 meses, plácidamente dormido en la cuna –están tan monos y tranquilos cuando duermen-, o al señor que se dejó a la autora de sus días, ten hijos para esto; el amigo de resaca que no despertó a tiempo –esto debe de pasar con muchísima frecuencia- o la urna que contenía las cenizas del ser querido. Y que nadie reclamó.

No son los únicos seres, vivos o muertos, que olvidamos las personas cuando estamos de asueto. Con esta fiebre de la mascota atípica que atenaza a la modernez, hay quien se deja el cerdo vietnamita, la serpiente, el cachorro de tigre de Bengala o incluso, por qué no, la camada de caracoles. Ahora, que lo revelador en estos casos no es dejárselos.

“Los hombres viven del olvido”. Thomas Stearns Eliot.

Queda como nota a pie de página la cuestión del ‘olvido’ voluntario. Como en el caso del honorable escritor invitado a declamar el pregón de un pueblo, regalado con un maravilloso lote de voluminosos libros. Un ebook no engalana lo mismo, eso está claro.

El olvido se presentaba como la solución más elegante para dejar atrás el lastre sin desairar a los anfitriones. Así que, tras buscar rincón digno de camuflar el envenenado regalo, movió un plafón de escayola de su habitación y ¿qué se encontró? Efectivamente, el luctuoso recuerdo de un ilustre predecesor: otro lote idéntico.