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Teníamos que haberlo previsto cuando empezaron a asomar las barbas. Apenas unos meses después de que se rentabilizaran popularizaran en los medios a la zaga de las tendencias (como éste), damos la bienvenida al lumbersexual (lumber es una palabra inglesa que significa ‘serrería’), el nuevo ‘vuelta y vuelta’ del concepto masculinidad-heterosexual-barbada que se postula como definitivo. Hasta que cambie el viento, y prometo sobre el gargantuesco archivo de The Sartorialist que cambia pronto.

Tanto las cabeceras femeninas y como las masculinas han jadeado sus encantos. Rotundo, viril, contundente, hirsuto, mucho, musculoso, sencillo, humilde, dispuesto a cortar leña a las 6 AM con la fuerza de Sansón –aunque lo que lleve en la mochila sea un MacBook Air en lugar de un hacha desgastada y acuda cada trimestre a su gestoría de confianza-. El heteruzo consciente de sí mismo, celebrándose gozoso a pleno rendimiento… con una codificación visual que ya fuera empleada – con significativas conquistas sexuales y sociales- por la comunidad gay  con algunos años de anterioridad.

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Aparte de de la producción de hormonas, ¿de dónde sale el aditamento capilar facial?

Barbas, bigotes y demás componendas, fueron adoptados por los ‘osos’ gays años atrás como símbolo de reconocimiento inmediato antes de una conversación sobre preferencias sexuales que podía terminar con un escarmiento, a veces físico, de errar el tiro. Desprovistas de su significado original, las barbas son hegemónicas, gozan de entidad y cuidados profesionales propios y han mutado de valor identitario. E incluso ideológico, puesto que una contestataria barba de la transición nunca será lo mismo que una de los dosmiles.  Pobres anunciantes de maquinillas eléctricas, qué época aciaga. Un rostro afeitado despierta sospecha y recelo, “tendrá algo raro”: miren si no lo rasuradito que iba Patrick Bateman y a qué dedicaba el tiempo libre.

En los tiempos de Oscar Wilde, los homosexuales llevaban un clavel verde en la solapa, y antes de que existieran las modernísimas aplicaciones que han allanado el terreno, se recurría a la posición del pañuelo en los vaqueros para indicar si se era pasivo o activo.

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Admitiendo que la ropa es un lenguaje y un uniforme social, el confiable y honesto lumbersexual es tan drag queen como cualquier sujeto. Como usted y yo mismas cuando nos imponemos nuestras feminidades teleridigidas. O quizá, cuando nos plantamos ese vestido de Nochevieja con transparencias y enseñamos las bragas en prime time ahogando una risita.

El lumbersexual aspira a reafirmar una masculinidad que temen siempre en entredicho, y la brecha entre la realidad y su pretendida rudeza es de risa. Es el último intento de la cultura de teatralizar la masculinidad, terreno que ya exploraron los gays para facilitar su búsqueda silente. Como el hipster, con quien tanto comparte, responde a su virilidad buscando un renovado contacto con la naturaleza (el lumbersexual cultiva su propio huerto urbano), es un chaval sanote (con quien hacer senderismo un sábado a las 10:00 AM) y se precia de no emplear demasiado tiempo en su cuidado (aunque todos sabemos que eso forma parte de la broma de la moda). Muy lejos del metrosexual, de quien ya nadie se acuerda, el lumbersexual disuelve las barreras entre homosexuales y heterosexuales y sentencia la extinción de la contracultura gay: la definitiva pasteurización de la sexualidad.

¿Qué nos deparará el año a estrenar? Imposible vaticinarlo, pero lo que es seguro es que hasta el próximo giro de la rueda, veremos muchas barbas, toneladas de franela y me temo que escasas ideas nuevas. La revolución cada vez más lejos de nosotros, de las calles.