Durante siglos, lucir arrugas fue sinónimo de prestigio. Las canas y los surcos gesticulares eran símbolos de sabiduría, señales de haber sobrevivido al azar y al tiempo. En muchas culturas antiguas, las mujeres mayores eran consejeras, médicas, guardianas del relato común. Luego llegó la modernidad, con su culto a la juventud eterna y su obsesión por la productividad, y el valor simbólico del cuerpo envejecido se diluyó. A la mujer se le pidió no solo ser joven, sino parecerlo. Y cuando la ciencia prometió borrar el tiempo, el envejecimiento dejó de ser un tránsito para convertirse en un error estético.
En la actualidad, las arrugas se leen como una derrota contra el paso del tiempo. Una molesta interrupción en la superficie lisa que la industria ha convertido en sinónimo de belleza.
Pero lo curioso es que el mensaje opuesto (‘acéptalas y celébralas’) tampoco resulta completamente liberador. Porque aceptar algo implica que estamos lidiando con un problema.
Así, hemos llegado al punto en que la ‘ideología’ well aging plantea una tercera vía mucho más sensata: no se trata de resistir ni de rendirse, sino de convivir con el tiempo. De cuidar la piel como parte del bienestar, no de la corrección. Canalizando la tecnología, la ciencia y la cosmética al servicio del confort y la vitalidad, no de la negación de la edad.

Anna Magnani en “Roma, ciudad abierta” (1945)
Las arrugas, en este contexto, no son ni buenas ni malas. Son un fenómeno natural que sucede cuando la vida pasa por el cuerpo, igual que los anillos crecen en los troncos de los árboles. Cada línea guarda una información emocional: las carcajadas que nos hicieron rodar por el suelo, las noches en vela, los veranos que olieron a sal y a deseo. La piel no solo protege, también recuerda.
La actriz italiana Anna Magnani lo entendió con radical claridad cuando pidió a los fotógrafos que no le borraran ni una sola arruga. No era un gesto romántico, sino una declaración política. Quería habitar su rostro completo, sin jerarquizar lo que ‘favorece’ y lo que no. Si admitimos que nuestra piel refleja experiencias, era una manera de decir ‘mi vida no necesita permiso’.
Quizá esa sea la verdadera revolución estética del presente: abandonar la tiranía del ‘antes’ y el ‘después’ y recuperar el derecho a ser un proceso. La piel es un territorio vivo, cambiante, imperfecto y expresivo. En ella conviven la memoria del tiempo, la fatiga, la alegría y el deseo.
Y si dejamos de pensar la belleza en términos de ‘bonito’ o ‘feo’, empieza a abrirse un terreno nuevo, sin nombre todavía. Uno donde la belleza no es opuesta al paso del tiempo, sino la forma en que decidimos sostenerlo. Donde las arrugas no son el fin de nada, sino la escritura visible de una vida que, por suerte, se sigue moviendo.
