Ya que la vida es un viaje corto, mejor que no sea pestilente.
Martes, 9:18 de la mañana. Te metes en un taxi a toda prisa porque llegas muy tarde. El conductor te perdona la vida –algo habrás hecho-, te acomodas –un decir- y entonces lo notas. Huele a una mezcla indescriptible de fragancias corporales apenas indisimuladas por perfumes innobles y, por encima de todo ello, un agente aromático aún peor. Un abeto de papel empapado en una sustancia creada por el mismo Satán, meciéndose entre unos dados tamaño XXL y una virgen del Rosario. ¿Te suena esta estampa?
No es tan añeja como podrías pensar. Y, si no es el abeto tóxico, es porque en su lugar hay un frasquito de esencias ponzoñosas, o un spray como para emprender una guerra biológica uno solito. Basta ya de envenenar al pueblo, por favor. Aunque uno se sienta el rey del mambo, dueño de la calzada desde que Alfonso XII jugaba a las chapas y benefactor de la sociedad con derecho a paralizar ciudades enteras porque no tolera la competencia, no es cuestión de amargar el trayecto a nadie. Si usted quiere hacer amigos y conocer a gente en su taxi, cuide un poquito las formas, hombre de Dios.
Y quien dice el taxi dice cualquier vehículo de uso compartido que sea vea afectado, qué le vamos a hacer, por la corporeidad mortal y sus miserias. Puestos a aplicar estrategias –la que mejor funciona es VENTILAR-, veamos cuáles no resultan ofensivas.