Fascinada por la obra y por ahondar más en la figura del artista –el disfraz retórico de la cotilla-, leí hace años los fabulosos Diarios de Keith Haring.
Me marcaron muchas cosas. Lo más evidente, su autenticidad desde la barricada de la expresión individual y libérrima, su deseo de trasladar el arte a todas las almas y la utilización de la calle como lienzo efímero, un recurso sin categoría propia en los 70 al que supo dar una caligrafía icónica de asimilación inmediata.
También me impresionó su teoría sobre la relación artista/espectador y la manera en que este último puede ser a su vez creador reinterpretando la obra y dándole un nuevo sentido: uno propio. Una idea muy bella sobre la que sale a flote la profundidad con la que cala el arte al ser humano. La idea de que no es superfluo.
Al hilo de la exposición sobre Haring en el Museo de Arte Moderno de París, se está celebrando en paralelo otra muestra que entronca con el registro moda. Y en el templo de adoración trendy por excelencia: Colette.