Los tiempos cambian, las modas de belleza evolucionan. Pero hay un líquido elemento que se desliza sinuosamente en nuestras rutinas, desde la edad de Cleopatra y Popea hasta estos días de Youtubers en la lista Forbes: la leche.
Asegura la leyenda que Popea, augusta compañera sentimental del emperador romano Nerón, contaba con un rebaño de 300 burras para su baño como quien tiene su propio laboratorio de cosmética en casa. Un hábito que compartía con la egipcia Cleopatra, también asidua a las inmersiones en leche para mantener su nívea belleza inasequible al declive. Así ha quedado para el registro de los historiadores. Y así lo ha demostrado la ciencia moderna: el misterio embellecedor de la leche no obedece a ninguna razón esotérica, sino que se debe a su contenido en vitaminas A, B, C, D y E, minerales, proteínas, enzimas y ácidos grasos. Y, sobre todo, a la presencia del ácido láctico, un alfahidroxiácido (ante el que sólo podemos comentar ‘AHA’) de acción exfoliante que elimina las células muertas y despeja los poros sin causar irritación. El resultado, una piel más uniforme, suave y elástica, digna de una emperatriz faraónica –o de una austríaca: Sissi también confío su belleza a las bondades lácticas-.