La vida depende absolutamente del acto de respirar. El hombre puede vivir durante algunos días sin comer, algunos menos sin beber, pero sin respirar sólo puede estar unos pocos minutos. Respirar es vivir, y no hay vida sin respiración. Por muchas diferencias que pueda haber entre la manera de entender la vida de Oriente y Occidente ambos admiten este principio fundamental.
Cuando nacemos hasta que no rompemos a llorar no se nos considera vivos, el llanto es el paso simbólico y físico del vientre materno a la vida. El indicativo de que nuestros pulmones funcionan y estamos preparados para afrontar lo que venga por delante. Los orientales dicen que venimos al mundo con un determinado número de respiraciones (inhalación/exhalación) y por tanto si queremos vivir más tiempo sólo tenemos que aprender a respirar profunda y lentamente para agotar ese número de respiraciones lo más tarde posible. A la hora de morir ocurre algo similar el anciano da un débil suspiro, cesa de respirar y la vida llega a su término. Desde el dulce llanto del niño hasta el último suspiro del moribundo, se desarrolla una larga historia de continuas respiraciones.
Oriente siempre ha sabido cuidar y mantener la sabiduría milenaria, integrándola en los tiempos que nos tocan vivir. Con la respiración también nos han mostrado un camino, saben perfectamente que la calidad de la respiración es de vital importancia ya que aporta energía, vitalidad y un estado mental de lucidez, claridad, atención y serenidad, siendo además el vínculo que une el cuerpo a la mente y viceversa.